Salud

Más trabajo, más ansiolíticos: la economía va bien, nuestras vidas no tanto

2024-09-27

Desde hace tiempo, estoy siguiendo con gran interés el debate sobre la reducción de la jornada laboral, que propone limitar a cuatro los días de trabajo semanales sin que esto implique un recorte en el salario. Este cambio podría transformar nuestras vidas, ya que el tiempo libre es crucial para el bienestar de los trabajadores. En España, somos el país de la Unión Europea con menor tiempo para disfrutar con familia y amigos; solo uno de cada cinco trabajadores afirma tener el tiempo suficiente para ello. La introducción de una jornada laboral más corta podría resultar en que hasta 800,000 personas dejen de depender de ansiolíticos, una cifra que resulta muy significativa y que no podría ser alcanzada simplemente aumentando el número de psicólogos disponibles en la Seguridad Social.

No obstante, la realidad es que la situación es más compleja de lo que parece. Algunos argumentan que reducir la jornada laboral podría llevar a muchas empresas a cerrar, y que al final el remedio podría ser peor que la enfermedad. Sin embargo, resulta difícil de creer esto cuando se observa que en casi todos los países de Europa los trabajadores disfrutan de más tiempo libre que nosotros. Mientras algunas voces alertan sobre pérdidas financieras, otras enfatizan el valor del tiempo libre y el bienestar, un concepto que, aunque suena atractivo, a menudo no recibiendo la atención que merece.

La CEOE ha compartido repetidamente sus preocupaciones sobre las pérdidas económicas que podría conllevar esta reducción horaria. Sin embargo, pocos han mencionado el hecho de que muchos niños en España comienzan el colegio a las 7:00 a.m. y no regresan a casa hasta las 6:00 p.m. debido a la imposibilidad de sus padres de recogerlos antes. Aunque celebramos las actuales cifras de desempleo, seguimos ignorando por qué nuestros trabajadores siguen siendo los que más ansiolíticos consumen en el mundo. Este es el gran dilema al que nos enfrentamos: la economía se manifiesta como fuerte, pero nuestras vidas personales no reflejan esa fortaleza.

En el Instituto de la Felicidad de Copenhague, hemos estado investigando esta y otras cuestiones durante años, convencidos de que las decisiones políticas deben considerar el tiempo que pasamos con nuestros hijos y la calidad de nuestro descanso. A través de nuestra investigación, hemos descubierto varias verdades que el PIB no puede revelar, siendo una de ellas especialmente importante: en las últimas décadas, el aumento de la riqueza no ha traducido en una mejora en la calidad de vida de las personas. Por ejemplo, en Estados Unidos, el PIB ha crecido un 17% desde 2009, mientras que la satisfacción vital ha disminuido en un 3% en el mismo período.

Esta tendencia no se limita a un solo país; cada vez más naciones muestran un patrón similar y aún no hemos identificado claramente las causas de esto. Si el progreso del siglo XX se basó en llenar nuestros hogares con tecnología como televisores y lavadoras, parece que el siglo XXI presenta retos más sutiles como la soledad y los problemas de autoestima, y el crecimiento económico por sí solo no será suficiente para solucionarlos. En resumen, mientras que el pasado se centró en satisfacer nuestras necesidades básicas, ahora debemos enfocarnos en nutrir nuestros corazones.

El Instituto en el que trabajo no es el único que reconoce la necesidad de medir cómo nos sentimos. Desde 2009, la comisión Stiglitz-Sen-Fitoussi, compuesta por economistas y premios Nobel, ha propuesto nuevos estándares para evaluar el progreso, reconociendo los límites del PIB como indicador del bienestar, especialmente tras los numerosos problemas ambientales provocados por el consumo excesivo y las crisis financieras consecutivas. La verdadera riqueza de una sociedad debería medirse, entonces, no solo en términos económicos, sino también en la calidad de vida y en la felicidad de sus ciudadanos.