En medio de la desolación, un vecino recuerda cómo solían pasar camiones a través de esta tierra arrasada. Pero algo inquietante ha emergido de las sombras.

— Hemos encontrado una fosa común —anuncia Elias Alabolullah, un médico que lidera un equipo de recuperación en Izraa, una región de la provincia de Daraa—. Hasta ahora, hemos desenterrado 24 cuerpos. Entre ellos, hay niños y niñas. El régimen de Asad ha mostrado su verdadera cara de horror.

Este macabro descubrimiento ha sido reciente, y los pobladores empiezan a comprender las atrocidades que se han cometido en su tierra. Algunas comunidades ya lo sospechaban; al igual que muchos sirios en diversas localidades donde las violaciones de derechos humanos han sido silenciosas pero constantes.

Bajo el régimen de Bashar al Asad, lo mejor era cerrar los ojos ante la realidad, silenciar las intuiciones y eliminar las sospechas. Pero ahora, tras la caída del dictador, las preguntas y las denuncias están saliendo a la luz, alimentando la rabia y la lucha por la justicia.

El doctor Alabolullah y su equipo están en una misión desgarradora: abren los sudarios, rasgan prendas, buscan cualquier cosa que permita identificar a las víctimas y cuidadosamente colocan los restos humanos en nuevos sudarios, un acto de dignidad en medio de la tragedia.

En solo unos minutos, el conteo de cuerpos ha llegado a 26 y el trabajo aún no termina. La realidad de Siria se revela despacio, y cada descubrimiento intensifica el deseo de memoria y justicia en una nación que ha sufrido demasiado. Ahora, más que nunca, los sirios están abriendo los ojos a las verdades ocultas que han permanecido en el silencio durante años. Este es solo el comienzo de un proceso de sanación que promete ser doloroso pero necesario.